Una cultura de catacumbas

01.11.2024

A fines de 1975 renuncié a la cátedra universitaria.

En mi casa abrí un centro de estudios privados donde la relativa precariedad de recursos de infraestructura se veía compensada por una considerable libertad expositiva. Consuelo que no es pequeño para quienes en la Argentina hemos decidido seguir enseñando fuera del ámbito universitario.

Organicé dos programas: uno de filosofía del arte y otro de sociología de la literatura que desarrollé paralelamente al trabajo con jóvenes escritores, a propósito de sus propias obras.

Un año bastó para que me viera convertido, como tantos otros intelectuales —entre los que se encuentran psicólogos, antropólogos, historiadores, psicoanalistas y sociólogos— en un portavoz más de lo que propongo llamar «cultura de catacumbas».

Designo así al trabajo creador que no tiene marco institucional: florece (y muchas veces se marchita) fuera de las universidades, lejos de los poderosos medios de comunicación masiva; desconoce los atributos del debate abierto y toda clase de apoyo académico o aliento oficial. Inversamente, se nutre del contacto en pequeños grupos, de la polémica a media voz, de la pasión por la verdad y la discusión entre cuatro paredes.

Argumentalmente, distingue a la cultura de catacumbas la reflexión sustentada por diversos ideales. La convicción más general que los vertebra es la de que la realidad nacional debe ser un campo de indagaciones críticas, no de afirmaciones dogmáticas. Los que habitamos las catacumbas de la cultura argentina concebimos al país como una tarea. No como el escenario de aplicación de definiciones apriorísticas acerca de qué sea o convenga que sea «el ser nacional», la historia, la tradición o el presente. Entendemos que no puede haber cultura, en sentido cabal, donde no se hace explícita la función de la ideología en la creación de valores, las alternativas de las luchas sectoriales en la constitución de nuestra identidad, la incidencia de los procesos sociopolíticos en la orientación estética de público y artistas, el papel de la dependencia económica en la vertebración del cuerpo comunitario y en la conformación espiritual de nuestra condición latinoamericana.

Los postulados de la cultura de catacumbas se caracterizan, además, por su alto grado de tolerancia a la complejidad que en el presente revisten los fenómenos estudiados y, en consecuencia, por un concepto de verdad que no puede crecer de espaldas a ella. Tales fenómenos abarcan, como queda dicho, el espectro total de manifestaciones sociales que conforman la vida cultural argentina. Sin embargo, el cuerpo de investigadores y estudiosos que se ocupa de él está lejos de integrar una unidad institucional o una corporación formal de trabajadores intelectuales. Somos hombres y mujeres que vamos aprendiendo a reconocernos en el transcurso del tiempo sobre la base de tres características mínimas: a) casi todos somos exdocentes universitarios; b) todos nos dedicamos a alguna forma de enseñanza privada que nos mantiene en contacto con los problemas que nos importan; c) todos creemos que debemos proseguir, de una u otra manera, nuestra labor creadora porque en esa resistencia al avasallamiento padecido vemos no solo una forma de derrotar el desaliento, sino también de preservar el espíritu crítico y el don de la convivencia. En este último sentido, vale la pena aclarar que no se trata de mantener «en conserva» una cultura heredada de tiempos menos desventurados que los que corren, a la manera de quien preserva una reliquia fascinante e inútil. Se trata, en cambio, de partir de las conquistas logradas en aquellos momentos hacia una comprensión lo mejor fundada que sea posible de los rasgos totalitarios del sistema en que vivimos, a fin de intentar extraer de esa comprensión nociones que nos ayuden a entender cómo hemos venido a parar adonde hoy estamos y cómo podríamos, con suerte y paciencia, contribuir a que un día las cosas cambien. Buscamos, en suma, los medios y el modo que impidan que esta época difícil de vivir se convierta, irremediablemente, en un tiempo que nos disuada de pensar.

En las actuales condiciones del país, la enseñanza impartida en las catacumbas no es índice, apenas, de nuestra fortaleza. También lo es de nuestra precariedad. Quienes estamos en ellas sabemos qué serios son los obstáculos creados —muy a su pesar— por el propio alumnado y no solo por quienes impugnan nuestras enseñanzas. La muchachada carece, casi completamente, de experiencia cívica. El grado de desinformación política es alarmante. La comprensión de nuestra historia nacional, nula en casi todos. Tantas estrecheces, y aun otras más, hacen que la vocación intelectual tienda —en principio— a remontarse como necesidad de un individualismo extremo; de un temperamento inconsciente de su enajenación social. En el grueso del alumnado puede palparse la desorientación de una sensibilidad ciudadana que no encuentra el cauce de su desarrollo maduro. Para colmo —y no son estos, por cierto, expresión de la cultura de catacumbas— abundan los centros de trabajo cuyos líderes fomentan, con franco entusiasmo, la visión del intelectual como un ser desapegado de los conflictos del pueblo, distante de las preocupaciones colectivas e inmerso en una soledad santificada por la especialización y una hondura inaccesibles al «vulgo». Este no es, claro, un mal de la cultura de catacumbas pero es, en cambio, un cáncer de la cultura oficial. El mal que acecha a la cultura de catacumbas es otro y no menos grave. Yo diría que el riesgo que ella corre es el de la macrocefalia. Su crecimiento desmedido debiera encararse como un síntoma inquietante y no como un indicio auspicioso. La razón es esta: en la Argentina actual, la cultura de catacumbas es sucedánea de una vida universitaria saludable, creadora, venturosa.

Si la universidad nacional fuera lo que debió y aún debe ser, los centros de trabajo intelectual que hoy dan vida a la cultura de catacumbas serían su módico complemento, nunca su reemplazante.

Hay quienes celebran la multiplicación de estos sitios de expresión y formación que dan vida a la cultura de catacumbas proponiéndolos como prueba del vigoroso aliento creador de la República pero olvidando que ese aliento se hace sentir en un país donde la universidad ha dejado de respirar. Ocurre en este orden de cosas lo que en otro más rústico pero aleccionador: el de los gallineros. Allí es posible ver, de vez en cuando, los cuerpos decapitados de las aves que corren a ciegas.

Durante algunos minutos hay vida y hasta vigor en esa danza siniestra. Pero las cabezas guillotinadas que reposan unos metros más allá anticipan, con su muerte instantánea, la de esos cuerpos que prolongan una agonía sin remedio.

Los centros de expresión y reflexión que al margen de la universidad proliferaron en la Argentina de la década del setenta y que, al parecer, se multiplicarán aún más en los años ochenta, solo cumplirán su misión cabalmente si en ellos se fomenta la necesidad de retorno a una comunidad democrática. De lo contrario, absorberán por un tiempo más la calidez de un sol que ya no brilla pero no podrán perpetuar ese calor.

No debemos ignorar que el país que propició la riqueza distintiva de la cultura de catacumbas no es el país en que se verifica su práctica creciente. O este país termina sin la cultura de catacumbas o la cultura de catacumbas contribuye a terminar con él.

Si quiere tener sentido vivificante, el magisterio ejercido en las catacumbas de la educación nacional deberá desembocar en una actividad universitaria plenamente reconstituida. Y ello solo es posible mediante la normalización de nuestra vida constitucional.

Mientras la Universidad esté consagrada a olvidar el país, nosotros, desde las catacumbas, nos dedicaremos a recordarlo. Pero ese recuerdo tendrá la validez que le confiera la savia llegada desde afuera. Cuando este suministro cese, cesará también la vida en la cultura de catacumbas: nos anquilosaremos irremediablemente y la atrofia se adueñará de nuestras enseñanzas. Entonces ya no seremos un espacio en el que preservamos la simiente de un desarrollo eventual sino el sepulcro donde esa simiente terminó de secarse.

1982